Las cerezas de la tienda de Pedro, el de la esquina, junto al quiosco, son más grandes que las que mi tío cultiva en su jardín, por eso las he comprado esta mañana.
Rápidamente las he llevado a casa y, después de lavarlas, las he puesto a refrescar en la nevera. Ahora, cuando llegue a casa, me comeré unas pocas como postre. Deben estar riquísimas a juzgar por el grado de madurez que he constatado esta mañana.
Si hubiera hecho caso a mi tío, no las hubiera comprado. Él siempre dice que las cerezas modernas, tan grandes y con colores tan brillantes, no son tan dulces como las variedades autóctonas. Estas últimas son menores en tamaño pero, según él, son mucho más dulces.
He presionado una entre los dedos y la he notado blandita, hundiéndose levemente entre el dedo pulgar e índice. La he sujetado con delicadeza para que no se rompa, pues, ya se sabe, el jugo de cereza mancha mucho y no es cuestión de ir al trabajo con la camisa sucia.
Me apetecía comerla, pero me he resistido. No quiero ensuiar mis dientes con el colorante rojo-sangre de la cereza. Creo que lo que mancha de su jugo son las antocianinas, unos colorantes naturales que proporcionan a este fruto la mayoría de sus propiedades.
Bien, ya hablaremos mañana. Te contaré si están realmente buenas o, como mi tío suele decir, todo es fachada en la fruta de hoy en día y nada tiene el gústo de antes.
Ya te comentaré mañana si mi tío está en lo cierto, cuando las haya probado.
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